«Preciosa es en la presencia del Señor la
muerte de sus santos» (Sal 115,15). Musitando estas palabras
subía Santa Clara de Asís, «verdaderamente clara, sin mancilla
ni obscuridad de pecado, a la claridad de la eterna luz», en la
augusta hora del atardecer del día 11 de agosto de 1253.
Cabe el pobre camastro, permanecían llorosas
sus hijas, transidas de dolor por la pérdida de la amantísima
madre y guía experimentada. Allí estaban los compañeros de San
Francisco, fray León, la ovejuela de Dios, ya anciano; fray
Ángel, espejo de cortesía; fray Junípero, maestro en hacer
extravagancias de raíz divina y decir inflamadas palabras de
amor de Dios. Allá arriba, los asisienses seguían conmovidos los
últimos instantes de su insigne compatriota. Prelados y
cardenales y hasta el mismo Papa habíanla visitado en su última
enfermedad. Y todos tenían muy honda la persuasión –Inocencio IV
quiso en un primer momento celebrar el oficio de las santas
vírgenes, que no el de difuntos– de que una santa había
abandonado el destierro por la patria. Solamente ella lo había
ignorado. Su humildad no le había dejado sospechar siquiera cuán
propiamente se cumplían en su muerte aquellas palabras del salmo
de la gratitud y de la esperanza, que sus labios moribundos
recitaban. Muerte envidiable, corona de una vida más envidiable
todavía, por haber ido toda ella marcada con el sello de la más
absoluta entrega al Esposo de las almas vírgenes.
Porque Clara Favarone, de noble familia
asisiense, oyó desde su primera juventud la voz de Dios que la
llamaba por medio de la palabra desbordante de amor y celo de
las almas de su joven conciudadano S. Francisco de Asís. Con
intuición femenina, afinada por la gracia y la fragante
inocencia de su alma, adivinó los quilates del espíritu de aquel
predicador, incomprendido si es que no despreciado por sus
paisanos, que había abandonado los senderos de la gloria humana
y buscaba la divina con todos los bríos de su corazón generoso.
Y se puso bajo su dirección. Los coloquios con el maestro
florecieron en una decisión que pasma por la seguridad y firmeza
con que la llevó a la realidad. Renunciando a los ventajosos
partidos matrimoniales que le salían al paso y al brillante
porvenir que el mundo le brindaba, huyó de la casa paterna en la
noche del Domingo de Ramos de 1211. Ante el altar de la iglesita
de Santa María de los Angeles, cuna de la Orden franciscana,
Clara ofrendó a Dios la belleza de sus dieciocho años, rodeada
de San Francisco y sus primeros compañeros. Se vistió de ruda
túnica, abrazóse a dama Pobreza, de la que a imitación de su
padre y maestro haría su amiga inseparable, y se dedicó a la
penitencia y al sacrificio.
No tardó en llegarle la ocasión de probar que
su empeño no era capricho de niña mimada o fantasía de jovencita
soñadora, sino resolución de carácter equilibrado y alma movida
de inspiración divina. Apercibidos sus parientes de la fuga de
la joven, salieron en su busca. Y descubierto su retiro,
trataron de quebrantar su propósito por todos los medios,
alternando las muestras de cariño y suavidad con la violencia
más insolente. Viéndose en peligro, Clara se acogió como a
seguro a la iglesia e hincándose de hinojos junto al altar, con
una mano se asió de la mesa sagrada, mientras con la otra se
destocaba la cabeza, mostrándosela desguarnecida de su
deslumbradora cabellera. La decisión que había tomado era
irrevocable. Sus familiares vencidos la dejaron en paz.
«Superada felizmente esta primera batalla,
para poderse dedicar a la contemplación de las cosas celestiales
se refugia entre los muros de San Damián y allí, “escondida con
Cristo en Dios” (Col 3,3), por espacio de cuarenta y dos años
nada encontró más suave, nada se propuso con más ahínco que
ejercitarse con toda perfección en la regla de San Francisco y
atraer a ella, en la medida de sus fuerzas, a otros» (Pío XII).
Se adivina más fácilmente que se describe el
empeño que la Santa puso en el ejercicio de todas las virtudes y
sus progresos en la perfección. Es sabido que la mujer está
dotada de un sentido innato de la belleza –cosa estupenda y
buena– y que defiende y aprovecha ese don con habilidad e
ingenio, tarea en la que muchas veces excede por loca vanidad
las fronteras de la licitud y de la prudencia. Santa Clara lo
sabía, pero nunca pensó matar tendencia semejante, sino que en
seguimiento de su maestro y padre, que de todas las criaturas
hacía escala para subir a Dios, la puso al servicio de lo único
necesario, de la salvación y santificación del alma,
sobrenaturalizándola. Con sicología y elegancia muy femenina, en
sus cartas ofrece al alma un espejo y la estimula con palabras
inflamadas a que se mire y remire cada día para engalanarse, no
con las vanidades y riquezas caducas, sino con las bellísimas
flores de las virtudes, ya que el espejo no es otro que Cristo
Jesús, cuya imitación constituye el nervio de toda auténtica
santidad. Allí verá el alma la pobreza bienaventurada, la santa
humildad y la caridad inefable, el sacrificio hasta el
anonadamiento por amor nuestro. La vida y pasión de Jesús debe
ser el objeto preferido de su meditación. Jesús-Eucaristía.
Jesús-Niño en el pesebre. Y junto a Jesús, su bendita Madre, a
la que profesará una devoción sin límites.
Las enseñanzas que la Santa ha consignado en
sus cartas no son retórica sonora. «Son, por el contrario, la
afirmación tajante y absoluta de una realidad vivida con
plenitud de convicción» (F. Casolini). La Leyenda de su
vida, escrita por Tomás de Celano, biógrafo del padre y de la
hija, y su Proceso de canonización en que sus compañeras
e hijas declararon, con la emoción de lo vivido, lo que habían
observado en su santa madre, nos hablan con la voz de la verdad
de sus penitencias increíbles, de su amor a Jesús, de su
meditación de los dolores de Cristo, de su inalterable paciencia
y alegría en medio de sus crónicas enfermedades y continuas
mortificaciones, de su intenso amor a Jesús- Eucaristía, que a
sus ruegos salvó de la profanación a las religiosas y a la
ciudad del pillaje, de su corazón de madre y maestra; en fin, de
las gracias extraordinarias con que Dios la regaló en el
destierro.
Es sorprendente «cómo esta mujer que se había
despojado de toda preocupación humana, estaba llena de los más
abundantes y copiosos dones de celestial sabiduría. A ella, en
efecto, acudía no sólo una multitud ansiosa de oírla, sino que
se servían de su consejo obispos, cardenales y alguna vez los
Romanos Pontífices. El mismo Seráfico Padre, en los casos más
difíciles del gobierno de su Orden, quiso escuchar el parecer de
Clara; lo que de modo especial sucedió cuando, preocupado y
dudoso, no sabía si dedicar a sus primeros compañeros tan sólo a
la contemplación o prescribirles también trabajos de apostolado.
En tal circunstancia acudió a Clara para mejor conocer los
designios divinos y con su respuesta quedó totalmente tranquilo.
Estando así dotada de tan grandes virtudes se hizo digna de que
Francisco la amara más que a las demás y encontrara en ella un
poderoso auxiliar para afirmar la disciplina de su vida
religiosa y fortalecer su Instituto; confianza que los
acontecimientos vinieron a confirmar felizmente más de una vez»
(Pío XII).
Con acierto insuperable, pues, se llama la
misma Santa en su testamento «Plantita del bienaventurado
Francisco». Y lo fue por haberla él transplantado del mundo al
jardín del Esposo, por la entrañable amistad que los unió de por
vida y por ser ella genuina heredera y copia fiel del espíritu
del maestro. Conservaba muy vivo el recuerdo del ejemplo del
Pobrecillo de Cristo y de sus palabras de que vivieran siempre
en la santísima pobreza y no se apartaran de ella por consejo o
enseñanza de nadie. Tan entrañablemente amó la santa abadesa la
pobreza total y absoluta en seguimiento de Cristo pobre, que
rechazó una y otra vez con sumisión y reverencia, pero con viril
energía, las posesiones que los Papas le ofrecieron
repetidamente y las mitigaciones que en la práctica de esta
virtud le proponían. Su tesón santo llegó a triunfar de los
escrúpulos de la curia y del Papa, que finalmente confirmó dos
días antes de que la Santa muriera, la regla para su Orden, en
que se profesa la altísima pobreza que ella había aprendido del
padre San Francisco.
El bello gesto de Clara a los dieciocho años
repicó en el pecho de la juventud femenina de Asís con sones de
alborada invitadora a seguir las huellas de Jesucristo pobre.
Primero su hermana Santa Inés, cuya entrada en religión a los
pocos días de la salida de Clara provocó en la familia Favarone
una tempestad más fiera aún, calmada milagrosamente, luego una
multitud de doncellas de la nobleza y del pueblo, más adelante
Beatriz, su hermana mayor, e incluso su propia madre, la noble
matrona Ortolana, buscaron raudales de pureza, de luz y
sacrificio en el convento de San Damián bajo la obediencia y
maternal dirección de Clara, que aceptó el cargo de abadesa
obedeciendo al mandato de San Francisco. No fue el monasterio,
como podría pensarse con mentalidad errada, sepulcro de
juventudes tronchadas en flor, que trataran de ocultar tras los
muros conventuales su blandenguería o cansancio de la vida. Fue,
por el contrario, activísimo taller perfeccionador de almas, que
con la potencia irradiadora de su intensa vida espiritual
reportó a la sociedad incalculables beneficios, aun materiales.
Aquella entrañable hermandad sobrenatural en el amor y la
pobreza entre personas salidas de distintas capas sociales,
destruyó con la fuerza arrolladora del ejemplo muchas impurezas
de prejuicios sociales, odios banderizos e ídolos de oro y
corrupción.
Pronto brincó las fronteras de Umbría y de
Italia la fama de la virtud de Santa Clara y sus Damas Pobres,
sembrando Europa, antes de 1253, de monasterios que la juventud
femenina de los países cristianos pobló rápidamente, atraída por
el ideal de pureza y sacrificio vivido por las damianitas de
Asís. La vida y obras de las clarisas, a ejemplo y por mandato
de su santa fundadora, como aguas vivas que regaran el campo de
la Iglesia, fluyeron en el decurso de siete siglos en beneficio
espiritual del pueblo de Dios. Y aun hoy el mensaje de Clara
Favarone de Asís no ha perdido su sugestiva atracción ni ha
agotado su eficacia renovadora. No es estéril recuerdo
histórico, sino vida palpitante en la multitud de monasterios,
más de seiscientos, y de religiosas, más de doce mil, que pese a
casi dos siglos de revoluciones y despojos, y pese al desinterés
e incomprensión de los mismos hijos de la Iglesia, nos es dado
encontrar en todos los ángulos de la tierra. Son más de
doscientos los monasterios que hay en España, donde desde el año
1228, en que se abrió el primero, ha alcanzado tal florecimiento
la obra de Clara de Asís, que supera a la misma Italia.
Santa Clara fue canonizada el 15 de agosto de
1255 por su amigo y protector el papa Alejandro IV. En la bula
de canonización hace un bellísimo panegírico de la virgen
asisiense, que servirá de colofón a esta semblanza de la Plantita del padre San Francisco. «Fue alto candelabro de
santidad –dice Alejandro IV–, rutilante de luz esplendorosa ante
el tabernáculo del Señor; a su ingente luz acudieron y acuden
muchas vírgenes para encender sus lámparas. Ella cultivó la viña
de la pobreza de la que se recogen abundantes y ricos frutos de
salud... Ella fue la abanderada de los pobres, caudillo de los
humildes, maestra de continencia y abadesa de penitentes».
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